De corazón - Capítulo II
Capítulo
II
—Bienvenida,
señorita Landry. Tome asiento por favor —me
dijo la ayudante de Lucrecia Strauss mientras se dirigía a buscar a
su jefa y me dejaba sola en una sala de espera.
—¿Señorita
Landry? —preguntó
detrás de mí una voz grave de mujer.
—Soy
yo —dije
poniéndome en pie y tendiéndole mi mano a esa señora que
inmediatamente apodé en mi cabeza como ‘la mujer mala de la que
habla Travis’.
—Bienvenida
al reformatorio, le agradezco la confianza que ha puesto en mí al
venir aquí, ya sabe, últimamente no se oyen cosas muy buenas de
este lugar.
—¿Se
refiere a los comentarios de los padres de los niños en televisión?
—abordé
el tema sin rodeos, como si supiera de lo que hablaba, pero no me
interesara lo más mínimo.
—Eh…
sí, claro. Son comentarios muy duros y nada ciertos, por eso le
agradezco la confianza.
—Entonces
de nada —dije
con la mejor de mis sonrisas—.
Bueno, no sé si su ayudante le comentó que estoy aquí porque
quiero internar a mi hija.
—Sí,
algo me había comentado, ¿qué edad tiene su hija? —no
existía tal hija, pero me había creado a una ficticia con nombre,
edad y lugar de nacimiento. Hasta le había imaginado alergias y
anécdotas graciosas por si me tocaba mentir más de la cuenta,
hacerlo rápido.
—Tiene
cinco años, se llama Lorelai Landry y no sabe lo inquieta y
desobediente que es.
—Me
imagino, querida —dijo
ella como si fuese la persona más comprensiva y buena del mundo.
Cínica, pensé sin dejar de sonreír.
—Bueno,
antes de nada me gustaría saber cómo suelen corregir los malos
comportamientos de los niños en este reformatorio. —Volví
a atacar como si nada, como si aquellas preguntas fueran totalmente
naturales y no tuvieran nada que ver con la fuga de unos niños.
—Claro.
Es lógico. Verá, en este reformatorio tenemos por costumbre someter
a los niños a castigos en los que se les permite reflexionar para
comprender que lo que hacen está mal. También tenemos psicólogos
que hablan con ellos y diferentes actividades donde conocen a otros
niños como ellos, para que sepan que no son los únicos y que pueden
cambiar.
—¿Y
esos castigos a veces son físicos? —pregunté
de nuevo sin rodeos, pero esta vez noté a Lucrecia Strauss algo
tensa y decidí mentir de nuevo sobre mi querida e inexistente
Lorelai—.
Yo a veces no tengo otra opción que darle a mi hija alguna que otra
nalgada para que deje de llorar y patalear, es insufrible. —de
pronto la noté de nuevo cómoda hablando conmigo.
—Pues
sí, para qué negarlo, a veces no nos queda de otra que pegarle,
como usted dice, alguna nalgada.
—Claro.
Una última cosa, señora Strauss: ¿sabe si sus ayudantes también
usan esos… métodos… de castigo con los niños?
—No,
siempre superviso a mis ayudantes. Soy la única que de vez en cuando
les enseño a comportarse como es debido con alguna nalgada.
—Muy
bien, mientras que solo sean unas nalgadas… —a
Lucrecia se le desencajó la cara, pero sonreí de nuevo y me puse en
pie—.
Volveré otro día con mi hija para que os conozca y dejarla
finalmente internada aquí.
—Perfecto
—me
imitó y se puso en pie—.
Ya nos volveremos a ver entonces. Ha sido un placer señorita Landry.
—El
placer ha sido mío, por fin encuentro a alguien que sé que puede
hacerse cargo de mi rebelde hija.
—Aquí
siempre contará con nuestro apoyo, querida. Hasta pronto.
—Hasta
pronto.
Salí
de aquella sala de espera y me encontré de nuevo a la ayudante de
Lucrecia Strauss que intentaba tranquilizar a unos padres. Entre las
inaudibles palabras de la ayudante, creí escuchar un nombre que me
resultó familiar: Beaufort. Entonces mis ojos se clavaron en los de
la madre: azules e intensos como los de Travis. Mi corazón comenzó
a latir como un loco y me temblaron las piernas, pero seguí
caminando y logré bajar las escaleras del edificio agarrándome con
firmeza a la barandilla.
Una
vez en la calle, escuché el reloj de la catedral del fondo marcando
la una de la tarde y caminé hacia un taxi que vi aparcado con el
cartel de libre. Le hice una pequeña señal y el taxista se acomodó
en su asiento para recibirme. Yo, mientras, buscaba en mi bolso la
cámara de vídeo que había grabado toda la conversación con
Lucrecia Strauss. La confesión no era gran cosa, pero si lograba
alguna prueba más, se convertiría en algo muy valioso para hundir a
esa mujer.
Abrí
la puerta y respiré el aire cálido del interior del taxi. Noté
como la punta de la nariz y las orejas se calentaban al entrar dentro
y me froté las manos para hacerlas entrar también en calor. Le di
mi dirección al taxista y me acomodé en el asiento, poniendo el
bolso sobre mis muslos para buscar la cámara y comprobar que todo se
había grabado.
Efectivamente,
el vídeo tenía un sonido inmejorable y se veía perfectamente la
cara de Lucrecia al hablar, pues había tenido tiempo de colocar bien
el bolso en lo que la ayudante de Lucrecia tardó en irla a buscar.
Ya
en casa preparé un buen almuerzo mientras escuchaba algo de música.
Me encanta cocinar, pero o encuentro trabajo ya o tendré que cocinar
con aire, me decía en voz alta cuando escuché sonar el timbre.
¿Quién será? Aquí no tengo amigas, mis vecinos son viejecitos a
los que viene de vez en cuando una asistente a cuidar y de resto, no
conozco a nadie.
Abrí
la puerta y di un respingo hacia atrás.
—Travis,
¿qué haces tú aquí? —mi
pregunta le incomodó, pensaba que me iba a alegrar más—.
Me alegro de verte, pero ahora te busca la policía y si te
encuentran rondando por aquí o alguien te ve… me meterán en un
lío a mí, ¿lo entiendes?
—Sí,
perdona —su
disculpa fue sincera y le hice pasar antes de que alguien le viera.
—¿A
qué has venido?
—Quería
saber si habías ido a hablar con la mujer mala.
—Así
es, fui a hablar con ella. Pero hice algo que no tenía pensado hacer
esta mañana, fue algo que se me ocurrió de repente.
—¿Qué
cosa?
—Grabar
en vídeo a Lucrecia diciendo que pega algunas nalgadas a los
niños.
—¿En
serio? —sus
ojitos se iluminaron de pronto de alegría—.
Pero no son unas nalgadas, a Rob un día le dejó el ojo violeta.
—¿Quién
es Rob?
—El
chico mayor, tiene diez años.
—Sí,
creo que ya sé quién es. Oye, Travis, y tú ¿qué edad tienes?
—Tengo
cinco años y medio.
—Pues
eres un niño muy listo para tener cinco años… —dije
sonriendo ampliamente.
—Gracias,
y tú ¿qué edad tienes?
—Veinticuatro,
pero pronto cumpliré veinticinco.
—Pues
pareces más joven —se
rió enseñando sus dientitos de leche y de pronto, me abrazó.
Le
respondí al abrazo con un beso tierno en su cabecita y entonces me
acordé de su madre. No era yo, él ya tenía una y yo la había
visto esa misma mañana, preocupada por saber dónde estaba su hijo.
—Travis,
tengo algo que contarte —comencé
algo nerviosa—.
Hoy, cuando fui a visitar a Lucrecia, me encontré con alguien más.
—¿Con
quién? —preguntó
extrañado.
—Con
una mujer rubia, de pelo ondulado, alta, delgada y con los ojos
azules como tú. Iba acompañada de un hombre, pero a él no le vi la
cara. Creo que podía ser tu madre porque la ayudante de Lucrecia
hablaba con ese hombre al que no le vi la cara y lo llamó señor
Beaufort.
—No
dejes que me lleven con ellos ni con Lucrecia, June, por favor
—Travis
se echó a llorar en mi regazo y me abrazó con más fuerza—.
June… por favor… —repitió.
—Está
bien, tranquilo, ¿por qué no quieres que te lleve con tus padres?
Estarán preocupados…
—No,
ellos no.
—¿Qué
pasa, Travis?, ¿también te pegan? Necesito saber qué ocurre para
poderte ayudar.
—Mi
padre siempre está diciendo que soy tonto y mi madre me pega cuando
está enfadada. Mi abuelo era el único que me quería, por eso vivía
con él, pero cuando se fue al cielo y tuve que vivir con mis padres,
decidieron que era mejor mandarme a ese sitio con la mujer mala.
—Pues
ahora estás conmigo, Travis. Y yo siempre te protegeré.
—¿Me
lo prometes? —me
preguntó limpiándose las lágrimas con la manga del suéter.
—Te
lo prometo.
—Oye,
¿no huele a quemado?
—¡¡La
comida!!
Toda
la comida estaba achicharrada. No podía salvarse nada. Abrí la
ventana para que saliera el humo y entrara aire fresco mientras con
la mano apartaba el humo espeso de la cara y buscaba una libreta que
siempre guardo en el cajón de los cubiertos. Volví a salir al salón
y allí estaba Travis de pie, esperando a que saliera para saber qué
pasaba.
—La
comida se me ha quemado y no tengo nada más que cocinar, así que si
quieres podemos llamar a un restaurante para que nos traigan la
comida a aquí.
—¿Vamos
a comer juntos? —preguntó
entusiasmado.
—¡Claro!
Anda, enciende la televisión y pon dibujos mientras yo llamo al
restaurante, ¿te gustan los calamares?
—No…
—hizo
un gesto de asco.
—Aquí
toda la comida es pescado, mejor llamo a otro sitio, ¿pizzas?
—¡Sí!
Me encantan las pizzas —alzó
las manos haciendo aspavientos para demostrar su entusiasmo.
Marqué
el número y me entretuve hablando con la chica que me atendió
porque no sabía dónde quedaba mi casa. Cuando me aseguré de que la
chica había apuntado bien la dirección, colgué y fui de nuevo al
salón donde Travis estaba pegado a la televisión mirando fijamente
algo. Me fijé el qué. Eran las noticias del mediodía, salía una
periodista en el parque donde había pasado yo esa noche con Travis y
sus amigos y un rótulo debajo que decía que la policía había dado
con los niños.
—¡June!
—exclamó
al verme.
—¿Qué
ha pasado?
—La
policía los descubrió hace un rato, están todos en coches de
policía y los van a llevar con la mujer mala —se
echo a llorar de nuevo.
—Ey,
Travis, sé que esto es duro pero no podemos hacer nada por tus
amigos. La mejor manera de ayudarlos es seguir ocultándonos para
conseguir las pruebas que necesitamos, ¿vale?
—Pero
hay que evitar que vayan con ella…
—De
momento tenemos que preocuparnos por nosotros, tus amigos saben donde
vivo, ¿crees que se lo dirán a la policía?
—No
lo sé —dijo
Travis. Y luego sonó el timbre de la puerta.
Qué listo es Travis para su edad! Qué mono es :) Espero que saquen a sus amigos pronto del internado ese, pobres... Me caen mal Lucrecia y los padres del niño, baah ¬¬
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