De corazón - Capítulo IV
Capítulo
IV
—¿Señora
Leveque? —pregunté
entrando en la sala de profesores.
—Señorita
—dijo
ella dándose la vuelta—
que acabo de divorciarme.
—¡Claro!
—respondí
extendiéndole mi mano a la directora del colegio—.
Soy June Julissa Landry, hablamos anoche por teléfono.
—Sé
quién eres, ¿estás dispuesta a trabajar hoy mismo?
—¡Por
supuesto! —contesté
entusiasmada. Lo cierto era que me moría de ganas por trabajar.
—Muy
bien, vamos a mi despacho para que leas el contrato y lo firmes si
estás de acuerdo. Si es así, empiezas ya mismo con unos chicos un
poco… especiales —dijo
dándole un sorbo a su café.
Entré
en su despacho detrás de ella y me senté en una silla marrón de
cuero. A mi lado tenía otra silla igual y una estantería llena de
libros; al otro lado, una ventana que comunicaba con el patio de
recreo de los niños.
Firmé
el contrato después de leerlo con ella y de preguntar ciertas cosas
respecto a mi sueldo o a mi horario. Me levanté y la seguí hasta el
que sería mi despacho. Mi despacho no era más que una clase
reformada para que pareciera un poco más acogedora con algunas
plantas o cortinas en las ventanas. Me dio la impresión de que
estaba bastante sosa, pero no era momento para nimiedades, tenía que
empezar a demostrarle a Arleth todo lo que valía como pedagoga, mis
dotes de diseñadora de interiores me los guardaría para mí.
Arleth,
Oralia o la señorita Leveque eran las diferentes formas que tenía
la gente de llamarla, aunque yo prefería usar sus dos nombres, tal y
como me gustaba que lo hicieran conmigo. Ya que, que me llamen June o
Julissa a secas, me resulta raro, cada vez que me encuentro con otra
persona con dos nombres, la llamo por los dos. Así, a partir de ese
momento me iba a dirigir a ella siempre por sus dos nombres.
—Arleth
Oralia —dije
haciendo que se volviera a mí—.
¿Cuándo vendrán esos niños de los que me habló?
—En
un momento bajo a buscarlos y les dijo que suban, ¿estás
impaciente?
—Sí,
bueno… —no
quería parecer desesperada—
me hace ilusión trabajar aquí.
—Espero
que te dure la ilusión, querida. Estos niños suelen destrozarla.
Ya
estaba nerviosa antes de conocerlos, pero cuando Arleth Oralia los
llevó hasta mi “despacho” me sentí más relajada. Eran niños pequeños,
no los adolescentes traviesos con las hormonas alteradas que me había
imaginado en mi cabeza. Afortunadamente para mí, estoy más
acostumbrada a tratar con niños problemáticos que con adolescentes
y éstos últimos tardan más en afrontar sus problemas y
solucionarlos que los niños.
El
problema de estos tres niños que tenía frente a mí era que no
hacían la tarea que sus profesores les marcaban. Muchos niños de
buenas notas, estudiosos y tranquilos, suelen tener estas etapas.
Etapas que no son más que eso, etapas. Con el tiempo se pasaría,
pero la directora no quería esperar, quería que indagara sobre la
causa del problema y que lo solucionara.
Así
que empecé a trabajar como una psicóloga más que como una
pedagoga, pero con niños resulta fácil. No saben hablar y
expresarse de la misma manera que un adulto, pero tampoco tienen
demasiados traumas, complejos o inquietudes, porque son niños y
viven su día a día más despreocupado que el de un adulto. Así,
logré enterarme de que uno de ellos tenía un hermano pequeño al
que sus padres mimaban más que a él: celos. Al otro le pasaba algo
parecido, pero también tenía en casa constantes problemas con sus
padres: discutían cada noche y estaban pensando en divorciarse. Al
tercero no pude diagnosticarle nada, más bien parecía estar
enfadado con todos, incluso conmigo, que no me conocía.
Hablé
con las profesoras de los niños y elaboré unos ejercicios con las
tareas que las profesoras me marcaron para enseñarles. Las
profesoras, al contrario que yo, no tienen tanta paciencia. Ellas
tienen una clase llena de veinte o treinta niños que tienen que
aprender como sea y, si uno de esos niños, se queda atrás, no
pueden parar a toda una clase por él. Ahí entro yo. Con los
ejercicios los niños se pusieron al día y hablando por teléfono
con sus padres, los niños recibieron todo el amor que merecen
recibir esa tarde al volver del colegio. Un buen comienzo como
pedagoga.
Arleth
Oralia me miró con cara de satisfacción y agradecimiento al entrar
en mi despacho al mediodía.
—No
sé qué les has dicho a esos niños, pero se han ido a casa más
tranquilos.
—Los
niños solo necesitan que alguien se tome la molestia de escucharlos
de vez en cuando.
—Creo
que he hecho bien contratándote, me gusta como trabajas. Hay más
niños con problemas en este colegio, pero creo que pueden esperar a
mañana. Hoy has hecho más de lo que esperaba de ti, vete a casa a
descansar y vuelve mañana más temprano para ver cómo han mejorado
éstos y atender a un grupo nuevo.
—Gracias,
Arleth Oralia, le agradezco que me deje salir antes —lo
cierto era que me moría por salir de ahí e ir corriendo a casa a
ver cómo estaba Travis.
—Te
lo has ganado. Y ahora vete antes de que me arrepienta.
Caminé
por toda la calle que conducía a la parada de taxis, pero al ir
caminando vi una tienda de bicicletas especializada en todo tipo de
ellas y en el equipamiento necesario. Recordé entonces lo que me
gustaría tener una y entré.
—Esa
de ahí —dije
después de un rato viendo bicicletas. Y el dueño del local me la
enseñó mejor.
—Buena
elección, ¿entiende usted de bicicletas?
—¡Qué
va!, pero es preciosa.
—Entonces
llévesela, está a mitad de precio.
—¿Cuánto
sale?
—Mil
quinientos sesenta y cuatro euros —dijo
como si nada.
—¿Tanto?
—mi
cara de asombró debió de asustarle.
—Bueno,
podemos hacerle un pequeño descuento si quiere, de unos cien euros…
pero no puedo rebajarle más el precio.
—No,
el problema es que ni así tendría tanto dinero, creo que tendré
que venir otro día. Quizá, ahorrando poco a poco, ese día sea
dentro de un año.
—Pero
lo que sí podemos hacerle es un plan de pago, ¿qué le parece cien
euros al mes?
—Bueno,
claro, visto así… pero también pago un alquiler, comida y ropa…
—me
acordé de la ropa de Travis—
Lo siento, créame que lo siento porque me encantaría salir de aquí
subida en esa bicicleta, pero ni así podría permitírmelo. Hasta
luego.
—Más
lo siento yo, espero que vuelva algún día a por ella, aunque sea
dentro de un año —sonreí.
—Yo
también lo espero —y
salí de allí.
Finalmente
opté por coger un taxi que me dejara en el centro comercial, como
Arleth Oralia me había dejado salir tan temprano, Travis todavía no
tendría hambre y seguro que me daba tiempo de hacer las compras que
quería.
Le
pagué al taxista y me bajé corriendo. Sentí un poco de calor y
miré al cielo: despegado. Cómo me gustaban esos días de sol con
algo de brisa. Entré al centro comercial y fui directa a una tienda
de ropa de niños. Zapatos, pantalones, camisetas, chaquetas,
pijamas, bufandas, guantes, calcetines y calzoncillos.
Lo
tenía todo sobre el mostrador y la chica de dientes torcidos que me
atendió iba pasando prenda por prenda y en la máquina aparecía la
suma de todos los productos, el total: doscientos noventa y tres
euros con cuarenta céntimos. Saqué mi tarjeta y pagué, pero salí
de allí sin pensar en todo lo que me acababa de gastar sino en lo
que a Travis le gustaría que llegara con bolsas y bolsas de ropa
para él.
Luego
pensé en entrar en el supermercado, pero no podía con todas esas
bolsas y dejarlas en una taquilla sería una pesadilla, así que opté
por salir a la calle que sabía que había un mercadillo con buena
fruta y verduras. Aprovechando el buen tiempo, compré buenos
productos para hacer una deliciosa ensalada y unos batidos de fresas
riquísimos.
Volví
a coger otro taxi y llegué a casa. Metí con cuidado la llave en la
puerta y fui girando hasta que abrí. Retiré las llaves y abrí con
cuidado. A esa hora los vecinos paseaban al perro, salían a tender
la ropa a los balcones o simplemente se asomaban por la ventana a
cotillear mientras fumaban. Y no quería que ninguna de esas personas
viese a Travis detrás de la puerta.
Empujé
la puerta, pero él no estaba ahí. Cerré y dejé las bolsas sobre
el suelo, notando como los brazos me lo agradecían devolviéndole la
sangre a mis venas.
—Travis
—dije
bajito para que nadie más que él me oyera—
Soy yo, vamos, ¿dónde estás?
—Aquí
—dijo
una vocecilla desde mi habitación. Estaba tumbado sobre la cama con
un libro de cocina en las manos.
—Travis,
si tenías hambre podrías haber comido algo de la nevera, no hace
falta que mires con ojitos de pena al libro. Las fotos de esos ricos
platos no van a aparecer delante de ti por más que los mires —me
acerqué a él.
—No
tengo hambre, June… es que me duele el cuerpo y quería
entretenerme con algo. La tele hace mucho ruido y los vecinos podían
oírla y saber que había alguien aquí, tu ordenador tiene
contraseña y tus libros son de pedagogía.
—La
tele la puedes oír con auriculares, la contraseña de mi ordenador
es Aries y sí, mis libros son aburridísimos —me
reí—.
¿pero qué es eso de que te duele el cuerpo?
—Me
duelen las rodillas, los codos y la espalda —dijo
cayendo sobre la cama de nuevo —le
toqué la frente.
—No
puede ser… hay que llevarte al médico —dije
haciendo aspavientos y exagerando mi tono de voz a dramático.
—¿Qué
tengo? —su
voz sí sonó a preocupación.
—Tranquilo,
Travis, solo estás creciendo. De pequeña me dolían muchísimo las
rodillas y la espalda también. Eso se cura fácil —dije
sonriendo.
—¿Cómo?
—preguntó
incorporándose.
—Comiendo
mucho y probándose ropa nueva —dije
levantándome.
—¿Me
has comprado ropa? —preguntó
imitándome.
—Te
dije esta mañana que lo haría, ¿no? Yo cumplo con mis promesas…
con todas —dije
poniéndome a su altura—.
Por eso no debes preocuparte por tus amigos, los ayudaré metiendo a
la mujer mala en la cárcel, te lo prometo. No, mejor no, te lo juro.
Que eso vale más que una promesa.
—Lo
sé, siempre supe que eras buena persona —sonreí
y quise preguntarle por qué confiaba tanto en mí, pero antes tenía
que probarse la ropa.
Se
quitó mi camiseta vieja y empezó a abrir bolsas. La primera
contenía pantalones. Se los probó todos y todos le gustaron y le
quedaron bien. Se quedó con unos vaqueros largos con bolsillos
traseros y delanteros con las costuras desgastadas. Luego abrió la
bolsa de las camisetas, rojas, verdes, azules, negras, con dibujos,
sin dibujos… la que más le gustó era la de Spiderman. Se la dejó
puesta y abrió otra bolsa donde estaba toda la ropa interior que le
había comprado, lo miró todo atentamente y se puso unos calcetines
negros y separó unos calzoncillos de dibujos animados para
ponérselos en el baño. Siguió abriendo y encontró las chaquetas,
entonces se puso una azul de plumas que hacía juego con la bufanda y
los guantes que también le había comprado.
Después
de tantas bolsas, tantas prendas y tanto probar una y otra, acabó
cansado. Yo, mientras él se iba al baño a terminar de vestirse y a
asearse, recogí las bolsas y empecé a preparar la ensalada.
De
fondo escuchaba el agua de la ducha mientras picaba los tomates y
lavaba la lechuga. Unos minutos más tarde, mi ensalada estaba lista
y ya había frito unas croquetas de jamón. Travis ya había
terminado de ducharse porque no oía el agua, pero como no salía del
baño, aproveché para lavar y picar la fruta y hacer los batidos y
el postre que quería.
Cuando
guardaba en el frigorífico la fruta picada, salió Travis con su
pelo limpio y estrenando su ropita. Le corté las etiquetas del
pantalón y la camiseta y serví la mesa.
La
ensalada, las croquetas, los batidos y la fruta picada. Aquello se
parecía bastante a las imágenes de mi libro de cocina que Travis
estaba hojeando cuando llegué. Comimos, hablamos, reímos y nos
sentamos en el sofá a ver la televisión juntos. Entonces me di
cuenta de algo de lo que hasta ahora había pasado desapercibido.
—Travis,
¿en qué curso estás?
—En
primero —contestó
él dejando de ver la televisión para mirarme a los ojos.
—Pero
ahora no estas estudiando, ¿no?
—No,
desde que me escapé.
—Pues
eso tenemos que solucionarlo… ¿sabes leer y escribir?
—Desde
el año pasado —contestó
orgulloso de sí mismo.
—Bien,
¿sumar y restar?
—Estaba
aprendiendo en el reformatorio.
—Yo
puedo enseñarte, pero no puedo hacer mucho más, necesitas un
colegio…
—Pero
nadie puede verme o me mandarán con la mujer mala de nuevo.
—Shhht…
—hice
un gesto con el dedo—
tranquilo, Travis. Nadie te mandará con nadie. Mientras te compraba
la ropa, pensé en Rob y en lo que él podría ayudarnos.
—¿Mi
amigo Rob?
—Sí,
el mismo. Creo que tengo un plan que podría funcionar si Rob es
listo y sabe aprovechar la oportunidad.
—¿Qué
oportunidad?
—¿Os
permiten recibir visitas en el reformatorio? —Travis
comenzó a reírse a carcajadas.
—Eres
graciosa, June. La mujer mala jamás nos deja salir de nuestras
habitaciones salvo para ir al baño, comer y recibir clases de un
profesor privado. Cuando nuestros padres quieren ir a vernos tienen
que llamarla a ella antes y pedir cita. Ni siquiera tenemos un sitio
donde jugar juntos…
—Lucrecia
me dijo que hacían actividades todos juntos y que iba un psicólogo
a visitaros.
—¿Qué
es un psicólogo?
—Es
alguien que, según ella me dijo, se encargaría de haceros ver que
vuestro comportamiento es malo y, luego, se encargaría de cambiarlo.
—¿Tú
crees que mi comportamiento es malo?
—¿Malo?,
pero si eres el niño más inteligente, bueno y cariñoso que he
conocido nunca.
—¿De
verdad?
—De
verdad —sonreímos.
No me cansaré de decir que me encanta la relación entre June y Travis, es genial que se lleven tan bien y que se entiendan tanto ^^
ResponderEliminarTe metería prisa para que publiques el siguiente pero total no podré leerlo hasta no se cuando... *llora*
En fin, que me gustó ;)