De corazón - Capítulo XIII
27/10/12
Capítulo XIII
Con
Edouard despierto y después de haber visto a Travis en mi casa, no
tenía motivos para no ir esa mañana al trabajo.
El
trabajo de una pedagoga era más agotador y tedioso que el de una
profesora. Pero era lo que me gustaba y lo que había elegido ser,
así que aguantaba cada hora sentada, esperando a que Arleth Oralia
me enviara a un niño, con paciencia.
El
niño de hoy era uno de esos niños de los que Arleth Oralia me habló
una vez cuando le conté lo que había hecho por Travis. Me dijo que
algunos niños del reformatorio habían estudiado en el colegio y que
dudaba de los métodos de enseñanza de Lucrecia Strauss desde hacía
tiempo, pues bien, yo tenía delante a uno de esos niños.
Se
llama Christopher Redfield, tenía ocho años y era huérfano de
madre desde los siete. Eso le había causado el bajo rendimiento
escolar, eso y haber sido criado en el reformatorio de Lucrecia
Strauss desde los tres años hasta los siete, cuando murió su madre.
Al morir ella, llamada Annie, su padre decidió sacarlo del
reformatorio para pasar más tiempo con él y sentirse menos solo.
Tener
a ese niño delante de mí me abría muchas posibilidades a la hora
de denunciar a Lucrecia y llegué a pensar que Arleth Oralia lo había
hecho a propósito para que aprovechara la oportunidad y me informara
de más cosas de ese lugar. Pero no quería involucrar a nadie más,
bastante había hecho involucrando a Rob para nada. Para nada no,
ahora la gente sabía cómo era Lucrecia Strauss, pero ella seguía
libre y yo ya había pasado por la cárcel y por el hospital.
No
quería que ese niño tuviera que declarar ante un juez, que sería
lo más efectivo para mi propósito, pero es que tampoco quería que
recordase nada de ese sitio... así que me centré en los problemas
que tenía con sus compañeros de clase, en los problemas que tenía
a la hora de estudiar y en los problemas que tenía en casa con su
padre alcohólico desde la muerte de su esposa.
Cédric
Redfield era un hombre apuesto, con gafas de vista y unas pocas canas
en las partes laterales de la cabeza. Iba afeitado y perfumado, pero
se notaba en sus ojos que estaba cansado, probablemente llevara
muchas más horas despierto de las que debiera para cuidar bien de su
hijo, trabajar y conducir.
Le
había hecho llamar esa tarde para conocer mejor el caso de
Christopher y para que fuese él quién me contara si estaba enterado
de los malos tratos que su hijo pudo recibir en aquel lugar años
atrás.
—Claro
que estoy informado. Cuando fui a buscar a mi hijo al reformatorio
unos días después de la muerte de mi Annie pude verlo todo con mis
propios ojos.
—¿Y
no hizo nada para impedir que eso siguiera sucediendo?
—¡Claro
que sí! Denuncié como lo hizo usted, pero la diferencia es que
usted no tiene nada que perder, yo podía perder a mi hijo —Cédric
desconocía que yo también corría el riesgo de perder a Travis
cuando denuncié, pero aún así seguí adelante—. Yo no soy tan
valiente como usted, señorita.
—No
es una cuestión de valentía, señor Redfield, es una cuestión de
humanidad. Esos niños sufren cada día los malos tratos de esa
mujer.
—Lo
sé, pero en ese entonces yo estaba tan hundido por la muerte de mi
mujer que olvidé el tema, lo olvidé completamente y ahora no puedo
hacer nada.
—¿Cómo
que no? Su testimonio sigue siendo igual de válido aunque haya
pasado un año.
—¿Quién
va a creer a un borracho?, ¿lo haría usted si no conociera de nada
a Lucrecia Strauss ni estuviera involucrada en eso?, ¿o si no
conociera a Christopher?
—Bueno...
yo... —lo cierto es que no, pero no me atrevía a decirlo.
—Estoy
seguro de que no, pero no se preocupe señorita, nadie lo hace.
Bueno, ¿y qué quería hablar conmigo, exactamente?
—Le
he hecho llamar por los problemas que tiene Christopher en clase: no
se lleva bien ni con las profesoras ni con sus compañeros, no hace
la tarea ni estudia, ni siquiera se relaciona con nadie y solo tiene
ocho años...
—La
muerte de su madre le ha afectado mucho... es eso.
—No
creo que sea solo la muerte de su madre, señor Redfield, creo que
también tiene que ver que usted beba.
—¿Insinúa
que yo tengo la culpa? —más que molesto lo noté afligido.
—No
toda, pero sí una parte. Verá, a los niños hay que estimularlos
para que estudien porque sino ellos solos se aburren y si a eso le
sumamos no tener una figura materna que les dé cariño ni a una
figura paterna que imitar... se sienten algo perdidos, ¿lo
comprende?
—Sí...
es triste pensar que todas las veces que le he dicho a mi hijo que
cambie y estudie, me estaba equivocando, el que tiene que cambiar soy
yo, es eso ¿no?
—Exacto.
Haga lo que tenga que hacer para dejar la bebida y pase más tiempo
con Christopher, él se lo agradecerá y mejorará su relación con
él y sus notas en el colegio.
—Gracias,
no sé cómo agradecerle que me haya hablado con tanta sinceridad y
me haya abierto los ojos de esta manera...
—Sí
sabe cómo... no quiero involucrar a Christopher en todo esto de la
denuncia a Lucrecia Strauss porque es muy pequeño y ya ha pasado por
suficientes problemas, pero usted podría hacerlo.
—¿Qué
tendría que hacer exactamente?
—Podría
empezar por reunir una lista con los nombres y teléfonos de todos
los padres que han sacado a sus hijos del reformatorio tras haber
visto los vídeos en televisión.
—¿Cómo
voy a conseguir eso?
—No
lo sé, pero lo necesitamos.
—¿Y
los otros padres no?
—Si
esos padres han visto las imágenes y no han sacado a sus hijos del
reformatorio, no nos van a ayudar. Los otros sí.
—Ya
entiendo, y ya tengo una idea para comenzar con la lista.
—Muy
bien, cuando tenga una lista considerablemente grande pásese de
nuevo por aquí, casi siempre estoy.
—De
acuerdo, hasta pronto entonces.
—Hasta
pronto.
Cédric
parecía dispuesto a ayudarme y yo me sentí de nuevo con las
energías renovadas para seguir luchando, no solo por Travis, sino
por Rob, Laura y los otros niños del reformatorio.
Volví
a casa a las siete de la tarde con mucha hambre y cansancio. Me
cambié las vendas de los brazos después de limpiarme las heridas
que ya iban sanando y fui a la cocina. No había nada de comida y
salí a comprar algo al supermercado que hay a unas cuantas calles de
mi casa.
Más
que un supermercado, era un mercado. Vendían de todo, pero era
bastante pequeño. Compré unas verduras, frutas y cereales para
preparar el almuerzo de mañana y la cena de hoy. También compré
refrescos sin gas, agua y leche, y me di el capricho de comprar unos
dulces de arándanos y todo tipo de frutas del bosque.
Con
las bolsas de compra en las manos noté el móvil vibrar en el
bolsillo del pantalón y luego la melodía de una canción de mi
cantante favorita. Solté las bolsas de una mano en la acera y
respondí, era Edouard.
—Estoy
en la calle, cojo un taxi y en unos minutos llego a casa.
—No
hace falta, paso a buscarte, ¿dónde estás?
—¿Qué?
—No
tengo permitido conducir todavía porque estoy medicado, pero mi
madre se ha ofrecido a hacer de chófer cuando supo que quería
verte.
—Vaya...
pues estoy saliendo del mercado que hay a unas calles de la
gasolinera que está por debajo de mi casa, ¿nos vemos ahí?
—¡Hecho!
Mamá, cruza por aquí, a la derecha —le dijo a su madre mientras
colgaba el teléfono.
Yo
volví a meter el mío en el bolsillo del pantalón y seguí hacia la
gasolinera donde no tuve que esperar a que Edouard llegara porque ya
estaba allí con la cabeza completamente vendada y una sonrisa.
—Te
ayudo con las bolsas, ponlas aquí —me dijo abriendo el maletero
del coche de su madre, el de él estaba destrozado después del
accidente.
—Gracias,
¿cómo es que te han dado el alta tan pronto?
—No
tengo el alta médica, pero me han permitido salir unas horas del
hospital y tengo que volver por la noche para estar en observación.
Aunque afortunadamente no tengo daños cerebrales.
—Bueno...
no los tienes del accidente, pero de antes seguro que sí —dijo
Geraldine asomando la cabeza por la ventanilla desde el asiento del
conductor—. Subid ya, que empieza a llover.
Nos
reímos y obedecimos. Lo cierto era que caía una lluvia suave que
apenas mojaba, pero que era incómoda para estar bajo ella mucho
rato. En el coche me senté en un asiento trasero y Edouard, que
antes se había sentado en el asiento del copiloto al lado de su
madre, ahora estaba a mi lado. Me cogió disimuladamente de la mano y
entrelazamos nuestros dedos al instante. Ninguno de los dos miraba al
otro por vergüenza, no de lo que sentíamos, sino de estar delante
de Geraldine.
Entonces
llegamos a mi casa, nos soltamos de la mano y nos bajamos para sacar
las bolsas del maletero. Cuando entramos dejamos todo sobre la mesa y
nos sentamos en el sofá, tenía que hablar con Edouard sobre lo que
había ocurrido en el colegio con Christopher y su padre.
—¿Queréis
café? —pregunté levantándome.
—Sí,
por favor —dijo Geraldine frotándose las manos para entrar en
calor.
—Yo
no debo tomar café con tantos medicamentos, mejor dame un vaso de
agua.
—Tengo
refrescos, ¿quieres?
—Perfecto.
Entré
en la cocina y mientras hacía el café pensaba en cómo le diría
todo eso a Edouard, sentía que quizá se pudiera enfadar conmigo por
haber estado planeando nuevas cosas sin él. Quizá se sintiera
traicionado o pensara que estaba mal lo que había hecho... no sabía
porqué, pero ahora las opiniones que pudiera tener Edouard sobre mí
me afectaban más de lo que me podrían haber afectado antes de ese
beso.
¿Qué
me estaba pasando?, ¿me estaba enamorando de Edouard?, ¿y qué se
supone que debo hacer si lo estoy? De pronto el café comenzó a
derramarse de la cafetera.
Eso
me sacó de mis pensamientos y retiré la cafetera y eché todo el
café en las tazas. Removí el azúcar con una cucharilla y eché
refresco en un vaso con hielo para Edouard, luego me di la vuelta y
caminé hasta el salón donde tuve que superar mis miedos y afrontar
el tema sin rodeos.
—Edouard...
tengo que contarte una cosa.
—¿De
qué se trata?
—Esta
tarde he conocido a un hombre, se llama Cédric Redfield y es el
padre de Christopher Redfield.
—No
me suenan sus nombres —contesto él mientras acercaba el vaso a su
boca para darle un sorbo al refresco.
—Christopher
Redfield pasó desde los tres hasta los siete años en el
reformatorio de Lucrecia Strauss —le cambió la cara.
—¿Cómo
los has conocido?
—Christopher
estudia en el colegio y Arleth Oralia me encargó que hablara con él
para ayudarlo en sus clases.
—¿Y
qué te contó? —se le notaba interesado.
—Lo
que ya sabemos de esa mujer, que pega a los niños.
—¿Pero
ha accedido a ayudarte?, ¿o su padre se lo ha prohibido?
—No,
no. Nada de eso. Cédric es un hombre muy comprensivo y después de
hablar con él aceptó a ayudarme reuniendo los nombres y apellidos
de los padres que han retirado a sus hijos del reformatorio tras la
denuncia y los vídeos.
—Eso
está bien, ¿no? —me tranquilicé.
—¿Te
parece bien?
—¡Claro!
Esos padres y ese niño nos pueden ayudar mucho con lo que queremos
hacer.
—No.
A Christopher lo queremos mantener al margen de esto, bastantes niños
están involucrados ya, el pobre Christopher solo necesita olvidar.
—Parece
que te gustan mucho los niños —dijo Geraldine.
—Me
gusta ayudarles para que tengan la mejor infancia posible —contesté
rápidamente—. Por eso me hice pedagoga y por eso me he involucrado
tantísimo en esto. Además, no es solo querer que unos niños tengan
una infancia inmejorable, es querer que Lucrecia Strauss pague por
ello con la cárcel. Esas dos cosas juntas hacen que pueda seguir
adelante después de todo...
—¿Qué
todo?
—Bueno,
sin ir más lejos acabo de salir del hospital y hace poco de la
cárcel...
—Sí,
mi hijo me había contado algo de eso. Se nota que eres de buen
corazón, niña. Ojalá logres tu objetivo.
—Lo
logrará —respondió Edouard sonriéndome—. Lo lograremos —y yo
le sonreí.