Capítulo III y IV - El Principito en un pueblo italiano
TERCER CAPÍTULO
Marco había encontrado al fin a
su adorada madre. Anna, que así se llamaba aquella bellísima mujer estaba
enferma de algo que podía matarla. Y entonces fue cuando lo supe: que los
hombres y mujeres de este planeta mueren pronto y que pueden hacerlo
inesperadamente.
Fui un idiota, no me di cuenta de
que el tiempo no pasa igual en todos los planetas. A pesar de que el tiempo
pasa más rápido en mi planeta que en la Tierra, yo no envejezco tan rápido como
esta gente que aquí habita. Amedio, que era el único consciente de que mi
procedencia era del exterior de este planeta, se acercó a mí cuando Marco no
escuchaba.
—Lo siento, si ha pasado tanto
tiempo, a lo mejor tu amigo ya no vive —anunció el mono que se subió a mi
hombro para consolarme.
—No pasa nada —contesté— El
tiempo que vivimos juntos fue suficiente, estoy más alegre de haberlo conocido
que triste por no poder volver a verlo.
Mi reflexión hizo pensar al
pequeño mono que me regaló una sonrisa antes de salir corriendo a los pies de
Anna.
Me separé del pequeño grupo,
ellos estaban felices porque habían encontrado a Anna y ésta daba señas de
estar mucho mejor después de la llegada de Marco. Yo me sentí solo y por
primera vez me vi a mí mismo comportándome como un adulto y no como un niño,
había cambiado durante mi estancia en la Tierra. Había cambiado al darme cuenta
de que estaba solo en un planeta en el que todos los que fueron algún día mis
amigos, habían desaparecido para siempre: mi zorro, mi rosa, mi Antoine… Ya no
me quedaba nada ni nadie. Tan solo un cordero viejo que había enseñado a no
comerse las rosas.
Estaba tan cansado que me quedé
dormido sentado en una roca. A la mañana siguiente no había nadie. Anna ya no
estaba en su cama y, por consiguiente, Marco y Amedio tampoco estaban en la
habitación. No sabía dónde se habían ido. Deambulé hasta llegar de nuevo al
puerto. Allí escuché que alguien me llamaba. Era Marco.
—Pensábamos que te habías
marchado sin nosotros —dijo alegremente cuando fueron ellos quieres me
abandonaron.
—Me quedé dormido fuera de la
casa —respondí con sinceridad. No estaba bien mentir.
—Vamos a volver a Italia, ¿te
vienes con nosotros?
—Quiero volver a África —anuncié— Quiero volver al desierto.
CUARTO CAPÍTULO
El viaje a la costa africana
tardó un poco menos de lo que tenía calculado. No fueron cincuenta y tres
noches, tal y como habían sido para la llegada a Argentina, sino cuarenta y
ocho. Esto se debe, decía Marco, a que Marruecos está más cerca de Argentina
que Italia, así que llegamos antes.
Me dolió mucho despedirme de mis
amigos, no lloré como hice cuando me despedí de mi zorro, porque con ellos
había intentado que no me domesticaran. Es decir, que para ellos yo no fuera
más que un niño perdido al que ayudaron un día y para mí ellos no fueran más
que unos conocidos que se ofrecieron a ayudarme. Aunque he de reconocer que,
incluso sin haber realizado el ritual de domesticación, estas personas llegaron
a importarme más de lo que me gustaría reconocer.
☼
Pasó un año y no encontré ni
rastro de Antoine, pero no estaba solo. Había vuelto a encontrar a mi zorro. Él
había venido corriendo a mí en cuanto me olió. Dijo que habían sido kilómetros
y kilómetros de distancia, que el mismo viento que movía las dunas del
desierto, le había traído mi peculiar fragancia del universo. Me lamió la cama
entusiasmado y desde entonces no nos hemos separado más. Él es un zorro viejo,
pero yo lo veo igual.
Le conté mis aventuras en el
océano a mi amigo y él quiso ver el mar, ya que nunca lo había visto antes. Le
llevé hasta la costa, bebió del agua salada e hizo lo mismo que yo: escupir
aquello. Pero le gustaron las olas, le hizo gracia meter el hocico en el agua y
le gustó la idea de saber que no tenía que preocuparse por morir de sed nunca
más, aunque el agua supiera asquerosa. Se quiso subir en un barco porque quería
vivir las mismas experiencias que yo y yo le consentí. Era mi amigo.
—Principito, creo que nos estamos
moviendo —dijo él—: me estoy mareando.
Miré por la ventana y,
efectivamente, nos habíamos separado de la costa.
—Bienvenidos a bordo —dijo la voz
de una mujer desconocida.
—¿A dónde nos dirigimos?
—pregunté a un señor canoso que me miró confundido.
—Vamos a Italia, hijo —me respondió
él consternado, seguro pensaría “¿por qué se subiría alguien a un barco que no
sabe a dónde va?” Si le respondiera que fue porque quise consentir a mi zorro,
nunca me creería. Los mayores no tienen una mente abierta.
—Estoy preocupado, principito
—dijo el zorro.
—Tranquilo, conozco a alguien en
Italia que nos puede ayudar.
FIN
El
Principito no pudo encontrar nunca a su amigo Antoine de Saint-Exupéry porque
este murió en 1944, tan solo un año después de la publicación del libro. Su
avión fue derribado en el Mediterráneo y su cuerpo no se encontró hasta 1998.
No hay comentarios
Publicar un comentario
¡Gracias por comentar!